“Tres personas pueden guardar un secreto, si dos de ellas están muertas” (Benjamin Franklin)

 

De pequeño me impresionó mucho la película “Yo confieso” (I Confess, Alfred Hitchcock, 1953) cuando el sacerdote protagonista (Montgomery Cliff) prefirió callar y estar a punto de ser condenado por un asesinato que le había sido revelado por su autor bajo secreto de confesión.

 

En mi labor como abogado son muchas las ocasiones en las que hago referencia al secreto de confesión, o secreto arcano, para darle al cliente la más absoluta seguridad de que lo dicho en mi despacho queda allí sepultado, entre él y yo.

 

Es de tal rigor la reserva de confidencialidad que hace unos meses acudí como testigo en una causa civil contra un antiguo cliente que se dedicó a hablar mal de mí y querer justificar su deuda con un tercero en mi supuesta mala actuación profesional, y como decidió no excusarme de mi obligación de guardar secreto, selló mi boca y no pude desdecirle ante su señoría.

 

Me sentí como Montgomery Cliff y callé antes que atentar a la confidencialidad del abogado cliente.

 

Confidencialidad abogado-cliente.

El secreto profesional del abogado está legalmente regulado (L.O.P.J. y Estatuto General de la Abogacía, artículo 32.1) y nos obliga a guardar secreto de todos los hechos o noticias que conozcamos por razón de cualquiera de las modalidades de nuestra actuación profesional, no pudiendo ser obligados a declarar sobre dichos extremos. En estos días se ha endurecido ese secreto con la entrada en vigor del nuevo Estatuto General de la Abogacía, que nos “sella aún más la boca” no solo en la relación con el cliente sino en todas las conversaciones mantenidas con otros abogados.

 

No solo los sacerdotes y abogados estamos obligados a guardar secreto profesional, valga la expresión para los primeros, también lo están los administradores y consejeros de las sociedades, los profesionales sanitarios sobre el contenido de nuestra historia clínica, y en general todo aquel que tenga nuestros datos personales, y alcanza a cualquiera que haya tenido acceso permitido o accidental a nuestra correspondencia postal, electrónica, redes sociales, o a nuestros papeles, incluso que tenga imágenes de contenido sexual inicialmente consentidas, aunque sea cónyuge, expareja o familiar, pero tiene prohibida su divulgación.

 

La revelación de secretos de todo tipo, también la de secretos profesionales y de datos de sociedades mercantiles, puede ser delictiva y así lo regulan los artículos 197 y siguientes del Código Penal con penas nada desdeñables.

 

Alguna vez hemos visto una rueda de prensa de un abogado para informar y dar su versión sobre los diferentes sucesos que rodeaban su actuación profesional, incluso se ha visto recientemente una en esta ciudad en la que se advertía de todo el conocimiento que tenía el profesional de la situación del antiguo cliente, conversaciones grabadas o documentos archivados. Fue tan escandaloso que aquello acabó en los juzgados, sin que hasta ele momento sepa cómo acabó.

 

No me corresponde, ni voy a hacerlo, calificar la actuación de ningún letrado, para eso están los colegios profesionales y la justicia, si bien diré que cuando veo a algún abogado hablar de los asuntos de un cliente, solo pienso en el cliente, y me preocupo de que se pueda pensar que los abogados hayamos dejado de comportarnos como sacerdotes y nos esté permitido airear sus problemas, patrimonio, deudas, en síntesis, sus vergüenzas.

 

Yo continuaré como el sacerdote de “Yo confieso” y no he de morirme para guardar la multitud de secretos escuchados en mi labor profesional.

 

 

Ezequiel Alcalde Rodríguez

Abogado